La música impregnaba el ambiente, las luces centelleaban por doquier, todos bailaban delirantes. María sonreía y cuando lo hacía, todas a su alrededor sonreían también. Bailaban sin preocupación como solo pueden hacerlo cuando están entre mujeres. María usaba una falda corta blanca a cuadros azules, sandalias de corto taco anabella que la hacían parecer de metro sesenta y una blusa simple sin mangas de color negro con amplio escote que se acomodaba perfectamente a su pecho. Usaba su largo, rizado y revoltoso pelo suelto apenas acomodado con una horquilla meramente decorativa que tenía una pequeña flor al lado derecho de la cabeza y otra invisible al lado izquierdo. María lucía radiante bailando con sus amigas en la discoteca.
Los cuerpos pegados en constante contacto, las caderas moviéndose sin control, las piernas incansables mostrando la suculenta piel, los brazos siguiendo el ritmo en un vaivén aleatorio y la cabeza ladeándose en un movimiento lento y sensual. Baile de mujeres, fuente de fantasías para los hombres; y ellas son muy consientes eso. María estaba allí para relajarse, bailar con sus amigas que no veía hace mucho tiempo, botar la tensión acumulada por el trabajo, los estudios y el ambiente familiar; estaba ahí para darse un muy merecido descanso. Pero sus amigas no se encontraban ahí por la misma razón. Para ellas ser carne de rapiña era un juego estimulante. Ocasionalmente se acercaban grupos de hombres o solo de a dos, ofreciendo un baile o una bebida a un par de ellas. Estas las rechazaban alimentando así el deseo de quienes las miraban de más lejos. Todo llegaría a su tiempo.
Un par de sus amigas se alejaron del grupo para ir a la barra a tomar algo. En poco tiempo volvió una de ellas para decirle algo a María. Esta no le dio importancia porque la música dificultaba la conversación y solo le interesaba bailar, pero unos segundos después se dio cuenta de que hablaba.
Se apareció de repente al lado suyo, con su pelo largo y desprolijo y una descuidada barba a medio crecer que le daba cierto aspecto bohemio. Vestía una camisa manga corta, verde militar, que por el corte apretado le enfatizaba su ancha espalda y brazos fornidos, un pantalón jean desgastado como siempre usaba, un cinturón de pita color caqui que usaba más por apariencia que por funcionalidad y unos mocasines café claro planos. María reconoció en sus ojos inyectados de sangre las penetrantes pupilas café oscuras tirando a negras que la miraban fijamente a pesar de su apariencia pérdida.
-María- dijo Fausto a media voz, aunque esta se perdió en la música.
-Por favor, déjame sola- dijo María, lo suficientemente fuerte como para que la escuchase.
Ambos quedaron inmóviles y en silencio por lo que les pareció una eternidad. Después Fausto asintió con la cabeza y se alejó de ella lentamente, con la mirada en el piso. María continuó quieta un tiempo más hasta que una mano se acercó a su hombro y alguien le preguntó “¿Estás bien?”. Ella dijo que sí i aunque no sabía muy bien quién o qué preguntaba. No podía pensar claramente.
María salió de la discoteca apresurada caminando un poco para alejarse del ruido y los pensamientos que le traían. Un poco más lejos vio a una de sus amigas hablando por teléfono aunque sin mover sus labios. Al parecer está notó su cara de preocupación y colgó el teléfono de inmediato. Se acercó a María con los ojos enrojecidos y al verla afligida le preguntó.
-¿Estás bien?- la pregunta recurrente que más le molestaba.
-Sí- respondió María no queriendo hablar del asunto. Le noto una lagrima en la mejilla y mientras se la limpiaba le pregunto- y tú, ¿estás bien?
-Bueno…- empezó Diana. Luego calló por unos segundos mientras miraba al horizonte hasta que rompió en llanto.- No me contesta- intentó continuar entre sollozos.
María apoyo la cabeza de Diana en su hombro y la abrazó mientras le suspiraba al oído “tranquila, tranquila”. Sabía bien que Diana se había estado pasando de copas y esperaba que tarde o temprano cayera en las garras del remordimiento. Diana no podía articular palabras, en parte por el alcohol en parte por el dolor, pero María entendía que el problema era un hombre y así se lo hizo saber. Diana se soltó, se limpio las lágrimas y la miro fijamente a los ojos intentando decirle algo, pero esta solo logró murmullar “no…” luego volvió a soltar lágrimas y al instante María se le abalanzo con un abrazo. Ese fue su error.
Al día siguiente María despertó tarde aprovechando que era domingo y no tenía nada pendiente. Se levantó de la cama, se sintió los labios con los dedos y se volvió a echar. Quería aprovechar ese tiempo libre un poco más, pero su naturaleza diligente la obligo a levantarse y empezar con la limpieza del hogar. Se puso de pie de un salto y luego de desperezarse por unos segundos fue a abrir la puerta superior derecha de su grandioso tocador. Sacó el rosario, miró el portarretratos de su madre y empezó con la oración de los domingos. Estaba empezando el segundo misterio cuando una llamada la interrumpió de golpe. Hablo por dos minutos y después se dejo caer en su cama. Eran noticias sobre su hermano, malas noticias. Terminó con su rosario en poco más de media hora y fue a prepararse algo rápido de comer, luego empezó a alistarse para salir.
Cuando salió de la ducha se percató que tenía una llamada perdida de Diana en el celular. Tenía prisa así que no le dio importancia a ese detalle y no pensaba devolverle la llamada. Se puso la primera blusa blanca que encontró, jean celeste y unas sandalias planas. Como todos los domingos se paso una abundante cantidad de crema por el largo y negro pelo para apaciguar un poco sus rebeldes rizos pero no para matarlos. Montó su pequeño Suzuki Baleno del 2001 y partió rápidamente a la clínica.
Hace como un mes que había logrado hacer ingresar a su hermano. Tuvo que forzar su entrada después encontrarlo convulsionando en la sala al volver de la universidad. Desde que entró a la clínica, el síndrome de abstinencia le había afectado bastante. Cada vez que María lo visitaba lo encontraba un poco mas pálido y flaco. Al principio parecía para mejor que adelgazara los cerca de cien quilos que llevaba hace tiempo, pero ahora lo veía débil e indefenso. En la llamada que acababa de recibir no le habían especificado el problema pero supuso era alguna deficiencia alimentaria o algo así.
Llegada a la clínica espero un momento afuera contemplando la impresionante infraestructura. Su madre había dejado un fondo para ese fin exactamente así que no se preocupaba por el costo. Aunque cada vez que iba a visitarlo le sorprendía el nivel del sanatorio. Al ser propiedad de una iglesia, su entrada principal tenía el techo alto y triangular típico de estas, con una cruz en la punta. Pero alrededor tenía un diseño más contemporáneo, estilo minimalista. Pintada totalmente de blanco, la fachada no tenía relieves de ningún tipo, lo que le daba un toque de simplicidad y buen gusto. La doble puerta principal de tres metros de ancho por dos y medio de alto permanecía abierta perpetuamente para mostrar calidez y confianza a sus visitantes. Adentro el color predominante también era un tipo de blanco, aunque más tirando a color crema; y poseía un jardín envidiable con varios setos bien podados. Todo para crear un ambiente de paz, comodidad y tranquilidad entre los internados, haciéndoles olvidar el enclaustramiento en el que realmente se encontraban. Pero a pesar de toda la construcción exterior los cuartos eran pequeños y la sección médica era insuficiente en muchas ocasiones. De eso se dio cuenta María al llegar.
Su hermano estaba postrado inmóvil en una cama reclinable, típica de hospital, en un cuarto que debía ser un consultorio improvisado. Estaba precariamente intubado y con suero en el brazo izquierdo, donde le brotaban visiblemente las venas color verde con contorno violáceo. María corrió asustada a su encuentro y lo halló con una preocupante faz, demacrada y falta de color. María buscó consuelo, alivio o un mínimo de información sobre la situación de su hermano dirigiéndole una mirada desesperada a quien creía era la enfermera, ya que esta se encontraba curándole unos profundos cortes en el brazo derecho de su hermano. Esta sin embargo, apenas pasó de una descarada mirada de asco a una de indiferencia cuando se fijo en María.
-Cualquier consulta es directamente con el doctor Martínez.
El doctor Martínez era el jefe de psiquiatría, ella ya lo conoció cuando dejo ahí a su hermano. Cuando fue a verlo noto su cara de preocupación al instante. Después de saludarse formalmente María tomó asiento.
-Le tengo malas noticias- empezó el doctor- no sabemos cómo pero su hermano consiguió una bolsa.
-¿Entonces lo está haciendo otra vez?- pregunto ella.
-Sí, y no es solo eso, creemos que fue algo grande.
-No entiendo, que quiere decir.
-María- empezó el doctor.- Me temo que Roberto sufrió una sobredosis. Lo encontramos desmayado y después de correr unas pruebas descubrimos más problemas.
-¿Qué problemas?- preguntó María aún mas preocupada.
-Bueno- dijo el doctor otra vez con su voz calmada- hallamos una vena dañada en el cerebro. Es una vena muy pequeña vena pero mal que mal afecta a todo el sistema cardiovascular.
-¿Va…- empezó a tartamudear María- va a estar bien?
-Intervenimos en cuanto pudimos y ahora está en un coma inducido estable. Existen esperanzas pero no sabría decirte cuanto tiempo esperar. Esperamos que se recupere, pero en estos casos siempre hay riesgos.
-Está bien- dijo María asintiendo después de un pequeño silencio.- Gracias por avisarme doctor.
-Claro, es lo mínimo que podría hacer- dijo él.- Confió en que todo salga bien, espero verla pronto.
Se dieron la mano y María salió apresurada. Volvió a ver la cara de su hermano, simplemente no era él. No podía aguantar estar ahí mucho tiempo así que salió y, al no tener donde ir, empezó a dar vueltas por la ciudad. Quería pensar en otra cosa pero no tenía nada en que hacerlo. Estaba de vacaciones en la universidad y como era domingo no tenía que hacerse cargo de la empresa que le había dejado su madre. Una pequeña pero rentable farmacia, le alcanzaba para vivir cómodamente. De pronto recibió una llamada de Diana, pero María no contesto. No colgó tampoco, sintió la vibración del teléfono todavía en silencio viendo el nombre de Diana mientras se preguntaba cuan persistente podía ser. Entonces quedo absorta contemplando el celular, ese inmortal Nokia 3390 que antes había pertenecido a su madre. El pesado artefacto la remontaba con mucha facilidad a su niñez donde el único uso que entendía tenía este, por entonces, aparato de vanguardia era el de enfrascarla en sus juegos mientras acompañaba por horas a su madre en la farmacia. En esos momentos, su hermano disfrutaba de sus mejores años de adolescencia aprovechándose de tener tantos narcóticos en su ambiente familiar. El teléfono dejó de sonar y Diana no pudo dejar un mensaje pues María no tenía activada esa opción. María se sintió satisfecha y volvió de repente a la realidad levantando la cabeza y dándose cuenta que no estaba en ningún lugar. Imperdonable.
Antes que pudiera guardarlo, el teléfono de María sonó otra vez, pero esta no era Diana quien llamaba. Ella contestó inmediatamente esta vez. En el medio una calle bien transitada, ahí recibió la llamada. Gente caminando rápido, muchos mirando el piso, otra gran cantidad hablando por teléfono, sin importarles su alrededor. Pocos se daban cuenta de la belleza oculta de esa sucia ciudad, de la belleza después de todo existente en estas urbes infestadas de ratas humanas, de la belleza resplandeciente del arte urbano en las paredes o la amalgama de arquitecturas chocantes entre rococó, barroco y moderno, de zapaterías al lado de restaurantes familiares, al lado de café internet y edificios de oficina. Nadie se daba cuenta de la belleza latente en la vida, solo aquellos que ya no podían vivirla. En eso pensó María.
En el velatorio había casi tanta gente apoyando a María como gente que había conocido a Roberto. Todo el mundo pasó a darle el pésame con diferentes caras que mezclaban la angustia y el dolor pero que realmente ocultaban cierta lastima hacia María pues todos conocían la razón del deceso de Roberto. María estaba con unas gafas oscuras que le cubrían casi toda la cara, cualquiera pensaría que era para ocultar las lágrimas, pero no podían estar más equivocados, era para ocultar la cara de decepción hacia su propio hermano.
De pronto Fausto se le acerco a darle el pésame. María, sorprendida por la situación, se alejó del grupo que la miraba atónito, Fausto la siguió. Por primera vez en todo el servicio María se sintió vulnerable ese momento. Ahora quería llorar la muerte de su hermano a quien había amado como tal a pesar de todas las faltas, quería que Fausto la rodeara con sus brazos como tantas veces lo había hecho en el pasado cada vez que su hermano cometía lo que tanto le hacía daño, que la envolviera como cuando su madre había muerto y ambos, Roberto y Fausto, la hicieron sentir protegida usando abrazos y palabras tiernas. De repente María quería que alguien la abrace fuertemente, tanto que le duela un poco, tanto que se pueda escapar de todo el mundo exterior, que se sienta protegida en la fortaleza de los brazos de otra persona, como muchas veces se había guarecido en los brazos de Fausto. María estaba vulnerable, estaba a punto de llorar por primera vez en casi dos años, desde esa vez que decidió no darle más oportunidades a Fausto para faltarle el respeto. De pronto una lagrima corría por su mejilla y sintió un dedo limpiársela. Era Fausto.
-Estoy aquí para ayudarte- dijo Fausto intentado solemnidad pero con un hilo de voz a medio quebrarse.
Muchos pensamientos pasaron por la cabeza de María. Los dos intensos años de transito entre la adolescencia y juventud que habían pasado juntos, como habían aprendido juntos el amor, la sensación de seguridad y protección total que solo él le brindaba, como se divertían antes, como se confiaban mutuamente, como se apoyaban, como había perdido su inocencia con él, como había encontrado a su amor a tan temprana edad y lo había perdido también. Pero él se había equivocado de una forma que no tenía perdón, había cometido el error que ahora le costaba la vida a su hermano y lo peor es que cuando ella lo había intentado disuadir él le falto el respeto. “No me hables más” le había dicho él en un momento de impulso y locura del que se arrepentiría toda la vida. Eso fue precisamente lo que María hizo de ahí en adelante, él había violado la confianza incondicional que supuestamente tenían y la había abandonado sin siquiera darle explicaciones. Pero las explicaciones tampoco serian suficientes, él se había equivocado, había andado por los mismos caminos que su hermano y le había faltado el respeto, no se merecía el perdón. Su orgullo no le permitía perdonarlo.
-Fausto- dijo ella con la voz medio quebrada- no necesito tu ayuda, vete por favor.
El rostro de Fausto se puso pálido pues entendía bien lo que María quería decir. Justa o no sabia que ella era la jueza más férrea que había conocido y sus juicios eran difíciles de cambiar. Temblando intento acercarse una vez mas a ella, pero esta se lo negó con la cabeza. Él asintió y se alejó con el rabo entre las patas, un sentimiento de rabia mezclado con dolor e impotencia, y con un toquecito de lastima. Pero a María poco le importaba lo que el pensara. Ella tenía que hacer algo más, en poco tiempo trasladarían el cuerpo al cementerio y ella tenía que despedirse de su hermano por última vez.
Miró a su hermano de frente y vio algo que no le gustó. Una cara pálida, demacrada, demasiado delgada; él simplemente no era el mismo. No era el hermano que recordaba le había dado tanto cariño de niña, el hermano que intercedía ante su madre cuando esta la regañaba, el hermano que le había enseñado a cuidarse por sí misma, a sonreírle a la vida, a mirar siempre hacia adelante, el hermano que la había apoyado en todo momento de dificultad, menos el que él mismo causó. El de la tumba no era su hermano, y tal vez hace tiempo que ya no era el mismo. María le dio un tierno beso en la frente como solía hacer cuando él se enfermaba, a causa de su problema, y ella lo cuidaba y lo intentaba encarrilar de nuevo.
A pesar de todo, ella no lloró. Poco después llevaron el ataúd al cementerio y al cabo de dos horas lo habían enterrado. Igual que en el funeral de su madre María no derramó una lagrima. No podía llorar en público. Toda la gente se fue marchando, no vio a Fausto por ningún lado lo que la hizo sentirse en parte aliviada, en parte triste, abandonada. Diana fue una de las ultimas en irse, le dio un beso en la mejilla y le deseó todo lo mejor. María asintió fríamente y, por mera formalidad, le agradeció su presencia. Una vez todos se fueron ella se quedo alrededor de treinta minutos más, llorando silenciosamente frente a la tumba de su hermano. Luego volvió a su casa, era tarde y debía dormir, mañana seria otro día, ella había aprendido eso a la fuerza.
Al día siguiente María despertó tarde a pesar que era día de semana y tenía que trabajar. Se levantó de la cama, se limpió un poco los ojos y se volvió a echar. Quería quedarse echada un poco más de tiempo pensando en cosas sin sentido, pero su naturaleza diligente la obligo a levantarse y empezar con la limpieza del hogar. Se puso de pie de un salto y luego de desperezarse por unos segundos fue a abrir la puerta superior derecha de su grandioso tocador. Sacó el rosario, miró el portarretratos de su madre y su hermano y, a pesar que era martes, empezó con la oración de los domingos. El rosario al revés, un ave maría con diez padres nuestros.
Dios te salve María, llena eres de gracia…