sábado, 2 de enero de 2010

Réquiem en Re menor

El cielo no se pinta de colores solo porque salga el sol. De eso se dio cuenta Zarco el día más completo y feliz de su vida. Como todo músico, él paso por altos y bajos en su, lo que podría llamarse, carrera; y siempre fueron los puntos más altos los que coincidían casi milagrosamente con una luminosa luna blanca en las noches o una radiante tarde de calor. Ya desde pequeño, el joven prodigio solía componer piezas maestras usando siete acordes distintos mientras siete colores teñían el zenit. Asimismo, los golpes más bajos venían seguidos de una especie de reacción en cadena que lo afectaba íntegramente. Por ejemplo, bien recuerda una vez que, pretendiendo a una mujer, intentó ofrecerle un par de versos que terminaron pareciendo más un trabalenguas que una canción. Peor aún, como estaba rondando los quince años, su voz de hombre todavía en disputa con la del niño parecía perder todas las batallas cuando de cantar se trataba. Entonces recordó unos consejos de algún tío o primo mayor y decidió llevarla a la terraza para poder, como le habían dicho, bajarle las estrellas. Que decepción se llevaron ambos cuando, sin importar lo mucho que saltara e intentara, apenas llegaba a tocar una con la punta de sus dedos. Esa vez, obviamente la chica se aburrió y el quedo solo, en compañía de su guitarra, que estaba tan afinada como que él y apenas podía evocar una canción.

No sabía porque le pasaba eso pero había llegado a dominar esa inconsistencia, al menos pasados los veinticinco, ya llegando a su madurez. A esa altura, ya contaba con una cierta estabilidad y no tenia bloqueos o bajones constantes, eran más bien sucesos aislados en lo que había llegado a ser una fructífera carrera. Eso hasta que un día, tiempo después de volver de unas vacaciones que se había tomado del conservatorio donde daba clases, decidió darse un espacio para dedicarse a hacerle algunos arreglos a sus piezas favoritas. Intentó por gusto al principio, por obsesión después, pero a pesar de su esfuerzo perdió una semana entera en vanas tentativas, pues su pluma de creatividad se había quedado sin tinta. Sus dedos se le tensaban y apenas los podía mover, sus ideas se le escapaban y no podía componer. Mayor fue su preocupación cuando le delegaron la banda sonora de una película épica. Un trabajito extra que antes ya había cumplido sin dejar de lado sus responsabilidades, pero esta vez no solo no pudo con el encargo sino que sus alumnos mismos se dieron cuenta de su incapacidad artística. Los siguientes meses todo fue de mal en peor, desde torpezas inusuales hasta el clima que parecía conspirar contra él. Llegó a sentir que las nubes negras lo seguían, incluso hubo una que, empecina como estaba por mojarlo, lo siguió hasta casa y tuvo que ahuyentarla con una escoba.

Un día decidió salir con los amigos para olvidar un poco el mal momento, pero el antiguo y joven Casanova le había dejado espacio a este veterano barbudo y regordete que tenía más suerte con la bebida que con las mujeres. Más que deprimido Zarco parecía enfermo. De esto se dio cuenta uno de sus amigos que, a modo de darle esperanzas, le hablo de un médico naturista que podría “curarlo”. Al día siguiente fueron donde el doctor y a este le bastó con mirarlo y tocarlo un poco en lugares que le provocaron a Zarco risas infantiles y cachetes rosados. El veredicto final fue sencillo y tajante. “Zarco- dijo el doctor- uno es lo que come”. Lugo le explicó pacientemente que había llegado justo a tiempo, si no podía haberle dado un ataque al corazón creativo. Al parecer su dieta no muy balanceada, rica en grasas y bebidas espirituosas, le había dañado todo el aparato circulatorio provocándole, lo que los artistas llaman, un bloqueo. Como estaba muy avanzado aún sólo le recomendó una dieta sana, algo de ejercicio y le aseguró que en uno o dos años todo volvería a la normalidad. Zarco salió más malhumorado de lo que entró y fue directo a comer algo, un pollo frito o algo así, como hacía cada vez que se sentía ansioso. Después pasó por una librería y fue directo a su casa.

Al día siguiente salió a dar unas vueltas al manzano para ejercitarse un poco, pero ni bien puso un pie afuera las nubes cubrieron el sol. Sin desanimarse empezó su recorrido, tristemente con el pie izquierdo y en el desecho de un perro, y después de unos veinte metros de trote una paloma se acercó a saludar. Esto le dio a Zarco esperanza, hasta que se arrimó a dejarle un regalo en su hombro izquierdo. Abatido por el gesto dio media vuelta a su casa y de repente empezó a llover. Nuevamente tuvo que discutir sobre la propiedad privada con un par de nubes y entró con dificultad, directo a la cocina para hacerse algo de comer. Agarró un cuchillo pero mientras decidía que iba a usar de entre tantos embutidos prefirió no comer más para cuidar su dieta. Fue así que se lo llevo inconscientemente a su cuarto, donde le dio una hojeada al libro que había comprado el día anterior. Después de pensarlo un poco decidió que no podía seguir así y aprovecho el cuchillo que estaba en el lugar justo el momento justo y se cortó la principal vena creativa. Como indicaba en su libro, un limpio corte en la muñeca izquierda. De repente la magia que había estado buscando los últimos meses empezó a manar. Empezó a tocar el piano, se pasó a la guitarra y después al violín. Escribió y tocó, y tocó y escribió. Entabló cuatro obras que no terminó pero eran tan bellas que así las dejó. Dejó grabadas un par de micro piezas y tres esbozos en piano. Se sintió en su mejor momento y fue así que, en una noche, empezó y terminó su mejor obra, escrita para orquesta completa y coro. De golpe la creatividad le brotaba a chorros incontrolables. Tal vez demasiada creatividad para él, tanta que su mejor obra fue la última, y dedicada a sí mismo. Un réquiem en Re menor.